sábado, 12 de mayo de 2012

Libertinas las negras aceitunas del capitán.

Porque se las metió en el culito y le rebotaron todas hasta llegarle a los intestinos rozados ultravioletas.
Esos intestinos eran los que se consideraban de sangre azul. Y unas aceitunas cualquiera le parecían de mal gusto. 
¿Qué hacer? ¿Una revolución? Sí. Pero todavía. A su debido tiempo.


La barba del capitán fue rebanada en cinco pedazos y lanzada por partes en el inodoro de doña Cleotilde, la Bruja del Setenta y uno. Pero ella seguía pensando en su don Ramón, por lo que cogió los pelos de mala gana, se los introdujo en la vagina y luego se los comió uno a uno, echándole pique, por supuesto.

Su vagina agradeció el gesto.

 El gato se meó antes de lamerla, pues ese gato gustaba lamer las vaginas secas, y ésta, al sonreír, se mojó, por lo que el gato tuvo que mear de la furia. Lo que provocó que el gran capitán se diera cuenta de que algo andaba mal con los pelos que le habían quitado.
 La boca del gato tenía podredumbre. Esa podredumbre se había enamorado de los pelos que vieron antes de que la bruja se los comiera. Entonces decidió a como dé lugar meterse en la vagina de la vieja para, dentro del cuerpo de la anciana, encontrarse con esos pelos amados. Por lo que al gato lamer, la podredumbre se metió en la vagina y la Bruja del Setenta y uno no pudo menos que gritar del placer y dolor.


El Capitán América escuchó el alarido. Su intuición varonil le hizo pensar que tal vez aquellos gritos tenían que ver con su antigua barba. Un retortijón de placer sintió en el culo y no entendía. No entendía si era placer, si era dolor, si se cagaba...

Salió volando y sonrió, pues se dio cuenta que era placer lo que sentía cuando ese mismísimo sentimiento le llegó hasta la punta del pene en forma de estrella. 
Se recordó de su gran amigo gay amado. Ese que despreció en la secundaria y empezó a llorar.



Todos los Océanos se llenaron de esa agua fresca. El mismísimo presidente norteamericano no pudo menos que confesar públicamente que los homosexuales debían casarse y dejar de estar cargando con la culpa ajena.
La Bruja del Setenta y uno sonrió, pues comprendió, por eso de ser bruja, que su podredumbre natural se estaba transformando con la unión de una podredumbre ajena y unos pelos, que aunque con rabia, se había trabado sigilosamente.

La bruja empezó a danzar y a danzar y a danzar.


Todas las brujas del planeta se miraron en el espejo y sonrieron. Alzaron vuelo en son de danza y todos los capitanes del mundo tiraron sus sombreros encima del escritorio sintiéndose libres.

Obama, como se llamaba el presidente norteamericano en esta historia, se tiró un peíto. Más bien se tiró varios y también sonrió de par en par.

Su almita danzaba libre. Su almita sonreía al ver sus alas. Su almita se miraba en el espejo y agarraba las metralletas del mundo y...

El Capitán América se reunió con su presidente. Lo felicitó. Le agarró el culo y se lo besó. Le chupó lo que tenía de vergüenza verde y le introdujo la roja. Le dio un abrazo.

Ambos se fueron hasta el cielo y abrazándolas, rompieron todas las estrellas, que se convirtieron en rocas verdes, para que la gente pasara. El agua ya había llegado hasta las mismas rocas y todos empezaron a danzar encima de las aguas.

La sonrisa de los niños pudo más que las sonrisas de los presidentes. Hasta Chávez se dio un beso con Fidel y ambos con el Bush y el Husein salió de su tumba y le besó los dientes al Bush padre, que a su vez le dio el culo a la presidenta de Argentina...

En fin. La historia dejó de existir. Las imágenes poblaron el universo libremente. Los culos, vaginas y poemas fueron los únicos, que a la distancia, lo observaron todo y sonrieron, sí, igual que una sonrisa de una anciana que tira su hechizo. ¡En hora buena!

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